Kaze estaba perdido en el bosque de bambú. Hacía horas que vagaba de un lado para el otro, pero todo lo que encontraba eran cañas y más cañas. No había dejado siquiera huellas en la tierra para poder seguirlas. Mientras erraba, se insultaba a sí mismo por su estupidez. Todo había comenzado como un juego de escondidas pero la última vez que Kaze se había ocultado, su amigo Take no lo había vuelto a encontrar. Se habían internado demasiado en el bosque. Lanzó gritos por mucho tiempo, hasta que ya no tuvo aire para gritar. La tarde envejecía y el frío reptaba sobre la tierra.
Llegó hasta la orilla de un pequeño arroyo. La ropa estaba sucia, sus pies sin fuerza. Se sentó. Y mientras el sol se teñía de naranja, lloró. Estaba solo y no veía que fuera a sobrevivir a la noche. Extraños espíritus se apoderan de los bosques cuando la luna y las estrellas brillan desde lo alto. Pronto, la desesperación dio paso a una frágil paz y se encontró mirando el arroyo: las cañas se reflejaban en el agua. Se le ocurrió algo. Algo con lo que por lo menos podía entretenerse entre el cansancio y la espera.
Partió una caña. Era delgada y suave, pero fuerte. Buscó entre las piedras del arroyo hasta que encontró una adecuada: larga y afilada en la punta. Mientras la tarde se deslizaba por la corriente, Kaze cortaba la caña y hacía pequeños agujeros en el bambú. No sabía bien lo que hacía, solo se dejaba llevar y lo mantenía alejado de la soledad y la angustia. Hasta que concluyó su trabajo.
Alzó la cabeza y rezó a los dioses. A los dioses del viento y del árbol, del río y de la tierra, de la luna y del sol; a los espíritus que guarda cada elemento y lo unen todo, para que lleven seguro el mensaje hasta su padre y su amigo. Luego, levantó el instrumento recién creado y lo acercó a los labios.
La noche empezaba a caer, pero Kaze tocaba melodía tras melodía. El chico no se daba cuenta, absorto en su recién descubierto arte, pero ante la música las grullas se detenían en el aire y lo miraban desde lo alto, las cañas se inclinaban en una reverencia, los zorros dejaban de cazar y erguían las orejas, los peces koi intentaban oír desde el agua del arroyo, la misma Luna tardó en subir a la noche, atenta a la melodía. Kaze se sentía a punto de desmayarse pero por alguna razón el soplido se mantenía fuerte y los dedos continuaban tapando y destapando agujeros.
Hasta que escuchó una voz. Luego, otra. Bajó el instrumento. A través de las cañas asomó el rostro de su amigo Take, y luego el de su padre. Los miró con una sonrisa y lágrimas de alegría le cayeron deslizándose por la flauta de bambú, por la shinobue.
Alex Dan Leibovich
Viento y bambú por Alex Dan Leibovich se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución – No Comercial – Sin Obra Derivada 4.0 Internacional.
Fotografías:
Bamboo forest @ Sagano, Kyoto:
- Autoría: Iñaki Pérez de Albéniz
- Fuente: https://www.flickr.com/photos/atreyusan/10234287063
- Licencia: https://creativecommons.org/licenses/by/2.0/
Voces que valen ser escuchadas